…la especialidad personal es necesaria, porque quien no esté activo observará toda la confusión de la vida y enloquecerá o morirá al contemplarla
Pudiera ser la descripción de un lector de
feeds, o de una nueva herramienta absurda para congregar cientos de individuos y tener juntito todo lo que enlazan o producen. Ese pelotón de ruido. Quizá lo que sucede es que
Tolstoi habla de los señoritos rusos y su apacible vida como rentistas o al servicio del zar. Zar es una palabra semimágica, mucho más cuando se dice con el añadido
de todas las rusias. Una digresión necesaria para quienes de niños leíamos Miguel Strogoff,
el correo del zar, esas historias de aventuras que seguramente Harry Potter y las PlayStation han desplazado. ¿Pero qué mosca me ha picado con esta sentencia terrible, casi atroz? Ahora lo recuerdo: que mi primer contacto real – es decir, cuando me llama la atención – con algo relacionado con la meditación y los varios yogas que los hindúes han inventado, tiene que ver con otra sentencia que me dejó en el alma prendida como un alfiler un comentarista agudo que, no obstante, era incapaz de comportarse como un yogui:
si no hay orden exterior, no hay orden interior. Es verdad: las mesas sin papeles suelen pertenecer a la gente como mínimo hábil.
Así, el caos sería propio de una mente dispersa. Seguramente, este escribiente de postales ignoradas. Mi mesa lleva mejorando, lentamente, desde hace semanas. Son cambios seguramente imperceptibles para el que nació cartesiano pero, como diría el clásico de
Armstrong, un pequeño paso pero un gran salto si se mira con perspectiva suficiente. La conciliación con uno mismo queda destrozada cuando
De Ugarte se apresura a enterrar a David Ricardo y avisa, que no es de traidores: la especialización ya no sirve y descubre a sus exploradores electrónicos como seres multivariantes, dispersados en acciones y apelando a cierta lateralidad del pensamiento vindicando la cata de vinos naturales, que bien pudiera ser aceite de oliva orgánico, como potenciación del conjunto de habilidades de
su mecanismo de recuperación del gremio y los marinos de Venecia.
Conocí una vez a un cretino que, a falta de talento y perdido de ambición por el ascenso corporativo, empezaba todos sus curricula diciendo: «mi perfil es el de un generalista». Trazaba un manto demasiado obvio sobre la inconsitencia de sus experiencias pero seguramente creía que con ello estaba alimentando en el corazón del posible empleador la idea de generalidad como dirección general, es decir, poder y gloria. Pero yo le tenía simpatía porque veía la misma inconsistencia en mi interior restando, como es obvio, el delicado asunto de la cretinez. No, no me respondan. Difícil no recordar el triste papel reservado al periodista: saber poco de mucho.
Terminemos con esto: todo empezó porque doblé la esquina de un libro al leer una frase con hondo significado en mi autopercepción y siguió porque me despierto en medio de la noche acongojado por el dolor intenso de un tirón de los de toda la vida en el gemelo de la pierna derecha. Y aparece el tiempo de divagar. La necesidad de cuadrar esto se puede decir que me descubre la solución del problema en el que me he metido: sin la estabilidad del orden interior no se puede ser polivalente explorador del mundo distribuido de los nuevos comerciantes, y será que Tolstoi debe estar hablando de la alternativa a la holgazanería y a las tardes de salón, una cosa tan proustiana aunque él, desde luego, no pudo llegar a saberlo.
Qué tranquilidad: si soy capaz de no llenar la mesa de papeles y poner orden secuencial o espiritual a cada jugada de la dispersión/polivalencia tenemos un espacio muy próximo al nirvana. Oh, la, lá.