El poder, dicen, y dicen bien, produce seducción. Como espectador, lo que más me seduce es comprobar las secuelas que en los gestos, las palabras y las miradas produce a quienes lo ostentan. Es algo más que el irremediable paso del tiempo. Es el desgaste. A Felipe González se le aceleró un proceso en el que el rostro fue adquiriendo cara de conejo, un engordamiento de las mejillas y un desbordamiento de los incisivos. A José María Aznar se le ha quedado la voz henchida y la cara en el estado de la solemnidad que porta un señor vestido de Napoleón en un loquero.
En ambos, las palabras y las voces hacen sentir que una flecha les atraviesa el estómago de modo perpetuo: una herida por lo perdido o por la forma de perderlo, por la desgracia de no haber salido a hombros a descansar en paz. La sensación de que quisieran gritar y decir, proclamar, airear todos los años de dudas, silencios, secretos y secretillos, todo el tiempo dedicado a crear poses y descartar los sentimientos que no pueden decirse. Gritar el dolor que llevan en lo que se supieron equivocados, en las elecciones tomadas por falta de alternativa a sabiendas de la frustración que produce no hacer lo que se hubiera querido hacer. La impotencia de reconocer que se es injusto con sus vidas en aquello en lo que la almohada les dice que obraron bien. La conciencia maltratada por lo que pudieron haber hecho y no hicieron. Por las personas que perdieron por el camino desengañadas con ellos o por causa de ellos. Incluso por la conciencia de haber abusado de su poder en algunas cosas aparentemente pequeñas y reforzando en su interior la convicción de que, a pesar de todo, era la mínima compensación a tanta falta de libertad personal, a la vida atrapada por los millones de ojos pendientes.
En las fotos y vídeos de José Luis Rodríguez Zapatero empiezan a aparecer los signos de que ya conoce la verdadera incapacidad del poder para hacer casi nada. El poder aparenta tener más posibilidades de hacer el mal que el bien. Ya las mejillas tienen peso propio y no se sostienen, los ojos dicen más que el interior trabaja por mantener la coherencia que por revelar que ha descubierto que no en todo lo que creía iba encaminado o era posible. Que el sueño de cambiar, no ya el mundo, sino algunas cosas, es amargo, resbaladizo y con un margen de logro reducido.
El cronista que, sin duda, toma partido, ofrece esta nota a mi juicio significativa:
Rodríguez Zapatero sacó pecho al destacar que la primera ley presentada al Parlamento cuando ganó las elecciones legislativas en 2004 fue la Ley integral de violencia de género, aunque reconoció, a renglón seguido, que «es verdad que no ha reducido dramáticamente el número de muertes» por ese concepto.
No sabemos si sus críticos de entonces o los aduladores de ese tiempo tomarán nota del comentario. La crítica sencilla es hacer notar cómo los problemas son más complejos de abordar que la simple propaganda o la proclamación de leyes. Fácilmente ampliable, por cierto, a todos los intentos jurídicos de transformar el mundo haciendo que el sueño de lo que se conoce como igualdad se produzca como por pura inspiración. Esa es la crítica política. Pero es más interesante detectar el valor de la experiencia adquirida o de la disminución de la certeza en que se sabe cómo dejar un mundo diferente al marchar. Y de que empiezan a sentirse los signos de las saetas que recorren el cerebro, el de la flecha que le quedará hendida para todos los años de después.