El combate de la ciencia contra la magia y otras anécdotas a las dos semanas de cuarentena
27/03/2020. No hay novedades médicas: temperaturas y ejercicios respiratorios, todos conformes. El entorno, bien. Sólo una de las hijas de Conchita, la mujer de Juan, ha dado positivo con levísimos síntomas. Pero no cunde el pánico: «Ha sido un honor luchar a tu lado», me dice. Galdós no lo diría mejor.
There have been as many plagues in the world as there have been wars, yet plagues and wars always find people equally unprepared.
Camus, La plaga.
No hay que ser una reencarnación de Einstein para prever algunos acontecimientos. A Santiago le dije el martes que, el viernes, Estados Unidos iba a ser el país más afectado del mundo. Ha pasado: China se va a quedar en una broma. «¿Dónde lo has leído?», me dice Santiago sentado en Los Ángeles. «No tengo que leer», le digo, toma la tasa de replicación and do the math. Le paso una página excelente y queda encantado: no sólo somos avatares con vidas electrónicas, en cada casa puede haber un data scientist. Y se caga en Trump.
Es la era de los grandes conflictos. El de la ciencia contra la magia, por ejemplo. «Do you believe God would bring his people to his house to be contagious with the virus? Of course not». Un pastor evangélico de Miami. El del estado como maná contra los pérfidos agoreros de la maldita ciencia. Todo el mundo cree que se pueden multiplicar los panes y los peces, pero en realidad el Gobierno no sabe hacerlo y pretenden que lo hagan los alemanes y los holandeses, que se niegan. Todo el mundo enfurecido y yo, militante, me dedico a publicar enlaces con el déficit público holandés y el español en plena sugerencia de la cigarra y la hormiga: tienen buenas razones para pensar qué vas a hacer con el dinero si les pides a ellos que se endeuden por ti. No les culpen. O todos furiosos porque la sanidad está presuntamente maltrecha por canallas, corruptos y austeros. Un médico brasileño publica el relato del armagedón epidémico mundial por culpa de neoliberales ultraderechistas anticiencia. Y yo me saco un enlace con la evolución -imparable- de la esperanza de vida en el mundo a pesar de todo. También quieren que el estado haga algo con los entierros, pues resulta que morirse por o con coronavirus es más caro que morirse por métodos vulgares.
Doce litros de cocacola zero me mantendrán cuerdo. O con la ilusión de fiesta. Había cola en mi supermercado de confianza. Ese en el que siempre me llaman jefe al verme vaciar lineales. Ordenados como británicos, los vecinos de Madrid esperaban turno en la calle separados por un metro y pico. Como todo el mundo dice que no hay mascarillas, me pregunto por qué la mitad de los que visitan el supermercado llevan una. Te sientes raro y, lo que es peor, observado: siento como si la acusación de ser agente de riesgo cayera sobre mi cabeza. Pero hay de todo lo necesario: cocacola, cerveza, limones, ajos, unas cortezas de cerdo («chicharrones» en Colombia) y un par de fuets, para matar la gusa.
«Por fin inventan algo útil», le decía Robert Redford a la extraordinaria, a Meryl Streep, en «Memorias de África» cuando le lleva un gramófono. Y nos moríamos de un orgasmo estético en el atardecer, en medio de la nada y con el rumor apagado de un disco de pizarra. En nuestra tarde, tras el aplauso diario y ritual a los héroes sin capa, sean quienes sean, se hace el silencio. Pero de alguna ventana surge el sonido lejano, carente de tonos agudos, de la Marcha Real a un ritmo hermosamente lento, creando una aflicción infinita: quién de mis vecinos será el que está refugiado en la épica y consigue que el himno nacional se oiga dulce como para que yo quiera ver así el ocaso. No termina de ejecutarse completa, el sonido se desvanece poco a poco, el crepúsculo termina y la noche se cierra.
Salidas: al súper.
Lista de cosas que hacer cuando esto termine: peluquero, dentista, osteópata y afilador de cuchillos (de cocina, no para ajustar cuentas).