Santos en caballos blancos matando dragones-Quedan diecisiete dias para la liberación

23/04/2020. Puede que alguno de los berberechos de ayer, llevara demasiados días fuera del agua y la arena. Molestias estomacales en grado leve. Treinta y cuatro grados y medio Celsius en mi cuerpo esta mañana. Es San Jorge, pero no brotan rosas de la sangre, sólo de los mediocres diseños de los emojis.

‘The only thing we’ve got left is statistics’

Camus, La Peste.

Hay laboratorios acelerados de economía. En 1991 llegué a Lima, capital del Perú, y me encontré una ciudad donde la mitad de los residentes vivía de cambiar intis por dólares a la otra mitad. Se alineaban por la calle en filas larguísimas y, de cuando en cuando, un cambista de más entidad, se ubicaba con un teléfono inalámbrico en contacto con los grandes mercaderes de divisas. Cada mañana cambiaba alrededor de diez dólares y me daban varios millones de intis. Cada millón, lo enrollaba por separado para hacerlo manejable. Me duraba todo un día comiendo, bebiendo y negociando con taxistas en una ciudad y un tiempo donde taxista era todo aquél que ponía un cartel en el salpicadero del coche. Por las mañanas, en el momento de ir al trabajo, el dólar subía; por las noches, al regresar a casa, el dólar volvía a subir. El viajero que optimizaba sus dólares cambiaba en horas valle y evitaba el efecto diario de la inflación en su presupuesto de vacaciones. Para los españoles, saber que el cambio que la población consideraba como bueno era el de la calle Ocoña, será motivo de sonrisa: nadie tomaba en serio el cambio oficial del banco central. Todo lo que advertían los libros de macroeconomía que no había dejado hace tanto, allí estaba, de modo vital y verídico. Las familias tomando decisiones no en un laboratorio, sino en condiciones de drama real: la pérdida acelerada de su poder adquisitivo por el deterioro de una moneda que perdía su función como depósito de valor. La falta de consideración de los precios oficiales (el tipo de cambio de una moneda, es un precio) y la formación de un índice de referencia por el mercado real, el de la calle Ocoña (con sus conexiones inevitables con el mundo ilegal), es el ejemplo de cómo se desarrolla la acción humana en busca de su bienestar. Los mercados, en realidad, somos nosotros y no señores con corbata en un rascacielos. Los mercados, además, se defienden: persisten y se empeñan en organizar la escasez.

Un precio es un obstáculo a la felicidad. Fue un momento mágico de aquél estudiante de economía que fui el día en que descubrí lo que es un precio. Un precio es un sistema de información que mide la escasez. En el proceso de intercambio de un extremo a otro de las cadenas de valor, el precio está diciendo a quien va a comprar cualquiera de los bienes y servicios intermedios cuántas unidades puede disponer de acuerdo a sus recursos. Enfrenta tu escasez a la del otro. Raciona sin que nadie racione. Pero racionar, es limitar lo que se consume por debajo de nuestros deseos o expectativas. Querríamos dormir en ese hotel extraordinario en las puertas de Machu Pichu, pero es imposible que haya espacio y terreno para tener habitaciones de lujo para todos los turistas que van y con el dinero que llevan. Llevado al extremo en nombre de la justicia, un precio no tiene en consideración la equidad: sólo mide cuánto hay. Si no hay medicinas para todos, alguien pagará más para asegurarse de que no tiene carencia y, con ello, está ajustando la medición. Como no hay para todos, alguien se queda sin ella y, sin medicinas, no sanará: ¿quién debe salvarse?. Al ser un mecanismo natural de información, no existen los precios justos. Existe la salvedad de que no siempre los mercados trabajan en condiciones de competencia, ya no perfecta, sino alterada. Pero aún así es razonable decir que el precio lo único que hace es decirte que no hay tanto de lo que quieres. La tentación colectiva es eliminar la desgracia de la escasez imponiendo un precio en nombre del bienestar del pobre. San Jorge, que salva a las doncellas.

La peste es otro laboratorio gigantesco sobre la economía y la escasez. Nos despertamos la otra mañana sabiendo que el petróleo tenía precios negativos. En realidad, sólo una variedad de petróleo. Precio negativo es que te pagan porque te lo lleves. Esta aparente falta de razón tiene que ver con que se sigue bombeando petróleo y no queda espacio para almacenarlo porque no se consume, es menos escaso. Se torna abundante. Pero lo que se vuelve escaso es el espacio de almacenarlo y, como se ha de dar entrada a nuevas cantidades de petróleo, se prefiere pagar porque se lo lleve otro que sí puede a construir nuevos almacenes que, además, tendrían un retraso de tiempo. Un ejemplo claro de cómo lo contraintuitivo es muy corriente en economía. Que suele asociarse con el hecho de que los cambios forzosos traen efectos contrarios al buscado. En nombre de la equidad y la justicia, hoy observamos cómo nuestro gobierno anuncia un precio de las mascarillas que tiene la excelente intención de proteger al consumidor. Lo que sucede es que el fabricante comprueba que venderá por debajo de coste, algo que aumenta su escasez en tal medida que no puede reponer lo que venda, es decir, pierde dinero o tiene que endeudarse para pagar lo que aún no pagó, incrementando la escasez futura. El fabricante actúa para protegerse retirando la mercancía para poder preservar su valor. La tentación de los justos es arremeter contra la ética del fabricante y llamarlo especulador, que no se sabe por qué es moralmente despreciable en todo momento menos cuando se hace para uno mismo. El resultado es que no hay mascarillas.

Nadie escarmienta en cabeza ajena. Mucho menos con el paso de generaciones. Todo este relato puede encontrarse en los libros de economía de un estudiante de primero (los precios controlados aumentan la escasez e incentivan los mercados adulterados, vulgo negros) y perfectamente narrado en la historia del pensamiento: basta con leer a Bastiat. Sin embargo, no basta con recordar cómo los precios del alquiler que en España se llamaron de renta antigua generaron ausencia de inversión en el mantenimiento de las propiedades y su consiguiente pérdida de valor. Se recuerda menos la pérdida patrimonial del propietario, pero todo se hace motivado por hacer el bien al pobre, que ve como nadie mantiene su vivienda empeorando sus condiciones. Nadie quiere recordar la ley seca de Estados Unidos (está bonito verlo en el cine, sin skin in the game), o lo que sucede con la prohibición de las drogas. Galgos y podencos debaten sobre la indemostrabilidad (o lo contrario) de la pérdida de empleo por la subida de salarios mínimos (el salario, es un precio), aunque ya las y los más débiles han pasado a la economía sumergida. He caminado por las calles de La Habana acosado por gente que me pedía un dólar con cualquier excusa teniendo cartilla de racionamiento para todos con comida garantizada a precio cero, pero racionada por el gobierno. Nuevos jóvenes airados henchidos de moralidad quieren hacer justicia poniendo los precios a su antojo sin asumir, aceptar y entender que su causa se estrellará contra la lógica de la escasez y, a pesar de sus buenas intenciones, haciendo más daño a quienes aspiran a defender. La economía de la peste es un dragón que se escapa del tubo de probeta. Pero nadie quiere que la realidad le malogre una buena ideología. Mucho más si estás sentado en el sillón que pone los precios.

 

Salidas: A por huevos. Dejé de preguntar por mascarillas en la farmacia.

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