Estampas bajo la lluvia en el día treinta y cuatro de la peste

17/04/20. A mi no me puede pasar nada ya. Corrijo: no puedo tener nada.

the streets were deserted and only the wind moaned continually down them

Camus, La Peste

Desolación. Las calles en medio de lluvia en cualquier día festivo solían ser un templo de tristeza. En la peste es como un abandono, una deserción, una desaparición.

Resiliencia. A golpes o sin remedio. La fila que cada tarde se hacía en la iglesia de San Antonio de los Alemanes para dar de comer a los que no tienen que comer, sigue. Llueva o truene, contagiados o no. Hay dos metros de separación y silencio en lo que antes solía tener aspecto desordenado, sinuoso y de grito marrullero. Los interrogantes son inevitables: los curas parecen capaces de hacer algo por quienes no tienen alternativa y el estado definido como benefactor no puede resolver el caso de una fila de gente que espera un bocadillo a la puerta de una iglesia.

Exclusión. Persiste en la puerta de mi supermercado el mismo individuo que espera unas monedas. Dónde duerme, qué come, son preguntas superadas por las verdaderas incógnitas del contexto, que nunca creo que se resolverán: ¿si fuera portador debería estar ahí? ¿sabe si es portador y alguien con autoridad se ha molestado en detectarlo? ¿es irrelevante que porte o no porque el miedo hace que nadie se acerque, lo toque, le hable? ¿si enfermara y agravara moriría allí o dónde? Ni mascarilla ni guantes. Nadie espera que la policía le ponga una multa por no respetar el confinamiento a quien no la pagará y a quien no obedecerá demasiado cualquier orden de retirada. Nadie espera que la policía pierda el tiempo arrestando y ocupando un espacio en un calabozo a quien no ha hecho nada. Podríamos pensar que, si es por comida, el calabozo debe dar un rancho digno. Podríamos pensar que él no lo querrá. Podemos pensar que en el primer mundo hasta los excluidos están obesos: los venezolanos que me encuentro cantando en Bogotá o revendiendo bolívares como curiosidad cultural, están delgados y enjutos.

Soledad. Regreso bajando por San Bernardo. Oigo un rumor que parece alguien cantando. Sí, canta una voz ronca: «en España el beso encierra alegría en el corazón» y, súbitamente, eleva su voz: «la española cuando besa, es que besa de verdad». Vuelvo la mirada y veo en una ventana dos ancianos muy ancianos sentados muy próximos en su estrechísimo balcón, con mantas sobre las rodillas. Al percatarse de que les he mirado, el segundo anciano añade su voz al primero y los dos elevan su tono y gritan «la española cuando besa, es que besa de verdad». No había claveles, ni siquiera algún acompañamiento de fondo, sólo el agua y la luz gris y una audiencia que se escapa.

 

Salidas: había que resolverle a unos vecinos.

Daños: leo el mensaje de otro amigo que anuncia la pérdida de otro amigo. Le pide que rece por él al ingresar en la UCI, él le contesta que no tiene muy claro si sabe rezar, y el enfermo le responde que, entonces, «vale por dos». No valió.

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