Ayn Rand tras la peste. La liberación llega en cuentagotas.
30/04/2020. El sobrino está intacto. Yo me marco una gastroenteritis. Antes de ello, había reducido el consumo de cocacola zero a… cero. Sustituido por Fanta de limón… zero. Que existe. Nos dicen que podremos salir a trotar. Con toda astucia, para que sea el acto consciente de quienes tienen voluntad real de ejercitarse: de seis a diez de la mañana, o de ocho a once de la noche. La liberación por dosis.
…the more time passed, the more people came to fear that this misfortune really would never end
Camus, La Peste.
Hago trampas. Fui al supermercado más lejano únicamente a por ajos. Como necesaria víctima del consumo que soy, vine también con carne picada pues, sobre la marcha, se me antojaron unas albóndigas. Para regresar, no tomo el camino de vuelta. Tomo la Gran Vía en dirección opuesta para alejarme todo lo que puedo. Lo hago con un cierto sentido de culpa en el cuerpo: pensar si estoy abusando o si un policía me preguntará. Y mi DNI dice que vivo en otro sitio. Tomo la calle Ballesta, llego hasta la Corredera Baja, llego a pensar si seguir por la Calle del Pez para torcer por la Calle de la Madera, pero siento que la licencia es muy larga. Es como ir a Sevilla pasando por Sebastopol. Me reubico y pongo la llave en la puerta justo cuando los balcones salen a aplaudir.
La Gran Vía sigue siendo como un paisaje de Antonio López. «Esos cuadros míos tienen una atmósfera onírica. En realidad, salieron así porque primero pintaba los edificios y todo lo que se movía lo dejaba para después (las personas, las nubes). Me gustaron y así se quedaron: sin gente», dice el pintor. Un nuevo caso de cómo la realidad supera a la interpretación de la realidad. Pero en las esquinas, en las calles traseras, en las plazoletas, hay un sentimiento parecido al de un motor que trata de arrancar y lo hace despacio. Un padre juega a la pelota con su hijo, unos enanos enanísimos en bicicletas minúsculas se aprovechan del vacío de la plaza del Callao y corren sin freno frente a una madre que escruta. En Ballesta, encuentro tres aprendices de estrella contemporánea (¡influencers!) haciéndose fotos representándose a ellos y el vacío. Se supone que no era para esto para lo que dejaban salir, me digo yo, pero después concluyo que yo también estoy haciendo trampas.
Es insistente la búsqueda de una respuesta para la salvación. A las personas les gusta preguntarse y responderse en términos colectivos. Sobre si aprenderemos. Sobre nuestro presunto egoísmo, nuestra ansia de dinero, por supuesto sobre el bienestar del planeta. Y de tantas cosas más que implican la esperanza individual de que el resto del mundo se comporte de acuerdo a nuestro ideal de paz interior. En cierta forma, esa expectativa podría decirse que es una protoreligión: de temer por los rayos de la tormenta y pensar que un mito en los cielos los gobierna en conflicto con otros mitos, a darle entidad de ser pensante a gaia o la pachamama y adorarla. Yo tiendo a mirar al coronavirus como un terremoto, no hay mucho que hacer salvo seguir investigando para prevenir o anticipar. Pero el sentimiento de castigo divino es la tentación que mejor encaja en nuestros miedos. Dice López más tarde: «Yo pienso siempre en los griegos, en el arte antiguo en general, donde el hombre se integraba de manera armónica con la naturaleza. Si le damos la espalda, no cabe hablar de esperanza». Regresa nuestro arqueólogo: «Es que la globalización es un error. Tenemos que parar la globalización porque tenemos que hacer una planetización».
La crudeza de la vida me convence de que los paraísos son esquivos. La arquitectura sería el ejemplo paradigmático de lo que es un jardín bien cuidado. La construcción de viviendas logra protegernos de la lluvia, el rayo y el trueno, el frío y el calor. Si fuera bueno estar a la intemperie no construiríamos refugios. Cada ojo tiene una sensibilidad: al alterarse el paisaje surge una alteración estética. La estética sin un filtro cultural previo es bien poca cosa. Pero, probablemente, algo hay en nuestro cerebro que tiende a dar equilibrio interior cuando los puntos de fuga del encuadre de nuestros ojos generan una sensación de relajación. La armonía que añades en lo que tiende a ser armónico por defecto: la naturaleza inalterada. El arquitecto no construye en un plano, construye en un espacio. Después llegas a Benidorm. Y si te imaginas ese trozo de costa a la manera de Antonio López, eres capar de imaginar una belleza que un día existió. Cuando al alcalde que ideó el desarrollo urbanístico de la ciudad y que se inventó toda la promoción del balneario le preguntaron si echaba de menos el Benidorm antiguo, dijo: «Mucho, en aquel Benidorm teníamos que irnos a las almadrabas y a navegar, y no lo disfrutábamos hasta que nos hacíamos viejos. En cambio, ahora lo disfrutan todos.» Una forma de decir que éramos pobres y ahora no. «Construyó una red de agua potable para la ciudad e hizo la vista gorda en primera línea de playa», dice el cronista. Se fue a ver a Franco en Vespa para pedirle que autorizara el uso del bikini porque, el argumento es incontestable, tu paraíso interior no es el de los demás: «Para llenarla de turistas, apostaba por la hospitalidad y el respeto: «Debes estar preparado para acomodarlos, no solo a ellos, sino también a sus culturas».
La peste no nos cambiará. «Soy de los que creen que nada cambiará porque el hombre no sabe escuchar. No creo que salgamos mejores. Estaría bien que hubiera un enfoque más austero de la vida. No porque nos lo impongan sino porque nosotros sepamos llegar a esa certeza», concluye López. Que no nos lo impongan supone aceptar eso que llamamos, quizá con soberbia, el genio humano. El alcalde se empeñó en que se podía llevar agua, construir y crear todo un entorno aunque no logre convencer a todo el mundo de todos los detalles: no coinciden las visiones, la idea de nirvana. Pero la meta final se consigue. Tildado de visionario, que siempre se dice como una forma amable de llamarte tonto, consiguió lo que se propuso. Otras personas no se proponen nada. No se lo impusieron, lo ideó y lo ejecutó. «El ego del hombre es el manantial del progreso humano», decía Ayn Rand. No cambiará.
Salidas: hasta el cuarenta de mayo, no te quites el sayo. La calle, algo fresca para la fecha.