Vive y deja morir. La peste, jornada sexta

19/03/20. Vuelve la temperatura de zombie, 36 clavados. Pero siento durante el día como si las neuronas fueran y vinieran y me pregunto si ha llegado ya. Como si el cuerpo luchara ese especie de combate que sientes a veces con las alergias primaverales. Se ejecuta con precisión el cambio de agua sucesivo del bacalao para que mañana haya pil-pil.

Muertos, curvas y miedos: Juanjo Carmena tenía razón. No hay forma de poder ver ni tomar en serio los números reales, mucho menos los de las muertes. Sigo rellenando mi hojita y me sigue pareciendo pavoroso. Juanjo dice que sólo sabremos la verdad cuando podamos ver las estadísticas de muertos por neumonía. Me entra un frenesí de buscador y encuentro toneladas de información de neumonía: se mueren una barbaridad, nueve mil al año, noventa mil hospitalizados, dieciocho muertos por cada cien mil habitantes que son 180 por millón: un montón más que los que tenemos ahora pero, ¿en cuánto tiempo han sido? ¿Sólo dos semanas? El diario de la peste no llega a una. ¿Y entonces? ¿Si el sistema puede resistir tanta neumonía, por qué, por qué, por qué, vivimos encerrados? Todo el mundo mira (miramos) si la curva se aplana y empiezan a enfermar menos que el día anterior, que la semana anterior…

Cada tarde se abren las contraventanas de los vecinos al unísono. Y suenan los aplausos a los médicos y no sé y si a estas alturas a los camioneros y los reponedores de supermercados. La coordinación de mis vecinos me deja turulato. ¿Tienen un grupo de Whatsapp u otro dolor de cabeza por el estilo que hacen que actúen como un resorte? Son como tres movimientos mecánicos y con el mismo ritmo cada tarde: el de la contraventana al abrirse, el paso a nuestros microbalcones y el aplauso. Un, dos, tres. Al acabar alguien inicia una forma de rumba, suena Gloria Gaynor a toda pastilla. En esta calle rebotan todos los sonidos como en una caja de resonancia perfecta. Los quiero matar: vivo con un silencio extremo que es la mejor noticia de la plaga. Paco Sierra pasa una imagen de su barrio en la noche: parece que la gente ilumina las terrazas de los áticos y suena la música en medio de luces parpadeantes. Parece que todo el mundo busca válvulas de escape. I will survive. Al aburrimiento, supongo. A la inercia. Al peso que debe aumentar por el sedentarismo.

¿El estado te salvará? Todo el mundo encuentra un Pisuerga con la peste. Yo también, seguro. Nadie duda en este momento de la superioridad del sistema público de salud que nos salvará. De repente han olvidado las listas de espera y por qué las clínicas privadas encuentran -encontraban- clientes cuando la pura racionalidad te diría: frente a lo gratis (there ain’t no such thing as a free lunch) qué puede hacer lo que reclama precio. Parecería una conversación sobre arte y piratería. Todo es más complejo que lo intuitivamente aparente. En Italia se ha tomado el criterio de dejar a su suerte a los mayores de ochenta años ante la incapacidad de poder atenderlos a todos: preferencia de equipamiento para los que tienen más opciones de sobrevivir. Se acerca ese momento a España. Uno se imagina que es como un cirujano de guerra rodeado de almas desangrándose sin remedio y sólo unas horas de cirugía: elige al que cree que puede salvar. Se comprende. Recursos escasos, fines infinitos. ¿Pero y si es tu padre? Es su vida, no la de los demás. ¿Puedo actuar por mi cuenta y saltarme todas las restricciones del estado de alarma, cruzar el mar que sea y llevarlo donde puedan mantenerlo con vida? Me juro que haré eso con el mío si llega el caso, que por Tutatis no ha de llegar.

Salidas: ninguna

 

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